La carta
Estimado amigo:
Si encuentras esta carta en el bolsillo de mi camisa después de venir a casa y que mi madre te diga que subas a esta mi habitación, es porque habrá sucedido.
Puede que haya acabado mi cuerpo en un barranco, como el viejo aquel que tú viste cuando en tu niñez te mostró tu padre; puede que no haya muerto, que esté sentado en una silla de ruedas como un simple vegetal, con la mirara perdida, de forma que no pueda contarte lo que voy a decirte en estas hojas.
Quiero, amigo Ennis, que ante todo no te culpes de lo que haya ocurrido; en esta vida lo que tiene que pasar, pasa, y nosotros no podemos hacer nada, solamente aguantarnos, como bien tú decías siempre.
Yo siempre supe, aunque nunca te lo dije, que acabaría así, muerto antes de tiempo, lo tenía escrito en el libro de mi vida. He de contarte algo que tú no sabes: cuando era pequeño, solía llegar muchas veces tarde al retrete, y dejaba todo el suelo del cuarto mojado. Mi padre, uno de esos días, se enfureció tanto que se orinó encima de mí, y yo, llorando y gritando, sólo acerté a ver que a él no le faltaba lo que a mí, un trozo de piel. Años después, consideré que aquello no podía ser otra cosa que una marca que determinaría mi vida, la marca que hecha con hierro candente lleva al matadero a las ovejas, los terneros y hasta las gallinas. Estaba, pues, en mi destino, acabar así. Tal vez, si tú hubieras aceptado la proposición que tantas veces te formulé de una vida por siempre juntos, lo único que hubiera conseguido es arrastrarte conmigo hacia este inevitable final.
He de decirte también, amigo mío, que te mentí varias veces, pero no lo hice para protegerme, si no para que nada enturbiara nuestra relación. Lo hice varias veces cuando tú afirmabas que ni eras marica ni te acostabas nunca con otro hombre que no fuera yo. Pero yo no era como tú; necesitaba, no sé bien por qué, los abrazos y el roce de la piel de otros hombres para que me recordaran a ti y a nuestros encuentros furtivos. Y es que enseguida de conocernos, Ennis, yo ya supe que te necesitaría toda mi vida.
Por eso te robé tu camisa, viejo amigo, porque esa sangre que tu cuerpo soltó en medio de nuestro violento bautismo en el amor mutuo, consideré que sería lo único que conservaría de ti con el paso de años, esas camisas y la eterna pregunta de “¿hasta cuándo, Ennis?”
Y también te mentí cuando en nuestro último encuentro, dije que estaba liado con la mujer de un ranchero; no era con ella, si no con él, y cuando comprendí que ya te había esperado lo suficiente, le convencí para que viniera aquí para llevar juntos el rancho que los antepasados de mi padre habían puesto en pie hace muchos años. Esto no lo escondí a nadie. Tiempo atrás, además, había decidido que ya era hora de no ocultarme de mis frecuentes viajes a México para recibir algo que, respecto a nosotros dos, sólo podía conseguir algún par de veces al año.
Así pues, comenzaron las miradas llenas de rabia, los puños apretados, los ceños fruncidos… Supe que no estaría lejos mi hora, pero me convencí que cuando llegara yo la esperaría de pie, con la cara bien alta y abrazado a algún sueño que me recordara a ti, Ennis.
Ennis, Ennis del Mar… Nunca te pregunté que significaba tu nombre junto con tu apellido, pero cuando lo supe, consideré que no habría otro más apropiado, que parecía ser fruto de la mente febril de algún escritor que concibiera justo así a uno de sus personajes.
Nunca te pregunté, “Isla del Mar”, si habías estado en alguna playa, intentando ver a lo lejos un infinito que nunca se dejaría ver más allá del agua. Yo sí que lo vi, lo vi en tus dos ojos azules, lo veía cuando nos mirábamos uno al otro. Yo veía un océano inmenso, sin horizonte, porque el cielo y el mar a lo lejos se unían y formaban una sola existencia. Azul con azul, en tus ojos, Ennis. Cuando tú me mirabas, amigo, ¿qué veías en los míos?
Tú eres como el mar, nunca en calma, haciendo caso omiso de los vientos, sólo obedeciendo a las corrientes marinas de tus entrañas, abrazándome como sólo el mar sabe hacer con el cuerpo de quien a él se ofrece…
Y por las noches, Ennis, frente a la lumbre de la hoguera, tus dos ojos se convertían en dos faros que me guiaban hasta llegar a ti, yo navegante, tú tierra prometida… Pero sólo me era posible acercarme un poco a tus accidentadas costas: eran demasiado fuertes las tormentas y las lluvias que nos acechaban…
Ahora que ya todo ha terminado, ya sabes qué debes hacer: sube con firmeza a tu caballo, coge fuerte las riendas y conquista tu vida, llega más allá del horizonte que nos prometieron al nacer y empieza por olvidar el pasado; todavía es mucho el trayecto que recorrer. ¿Sabes, viejo amigo? Pienso que, al fin y al cabo, la vida no es más que un rodeo, en el que no gana el que más fuerte coja las riendas, si no el que con más tacto las agarra y aguanta el salvaje trote con mayor entereza.
Hace ya muchos meses, mi hijo trajo de la escuela para comentarla una fábula escrita hace muchos años. Trataba sobre la soberbia de un viejo y majestuoso árbol que creía ser más fuerte y resistente que un ligero y flexible junco que crecía en la orilla del río. El árbol se jactaba de que ningún viento era capaz de tumbarlo, y se reía del junco. Pero pronto llegó la más grande de las tormentas con un viento huracanado y, mientras que el junco resistió doblándose hasta besar el suelo, el recio tronco del árbol, sin flexibilidad, acabó por ser arrancado de sus raíces… Con esta pequeña historia sólo quiero decirte, amigo Ennis, que no por ser más fuerte se sobrevive; lo que importa es saber adaptarse, como el junco, a cada situación que se nos plantea. Y tú de eso sabes mucho: te casaste con Alma y tuviste dos preciosas hijas y, aunque al final todo acabó, ahí sigues tú resistiendo los embistes que la vida te tiene preparados.
Ahora ya es hora de que regreses. Todo queda ya dicho. Sólo el amor que nos unió y nos une ahora está en tus manos. Todo lo demás quedó años atrás en una isla a la que dicen que se llama Brokeback.
Adiós, isla mía.
Jack Twist (el océano que siempre te abraza)
Si encuentras esta carta en el bolsillo de mi camisa después de venir a casa y que mi madre te diga que subas a esta mi habitación, es porque habrá sucedido.
Puede que haya acabado mi cuerpo en un barranco, como el viejo aquel que tú viste cuando en tu niñez te mostró tu padre; puede que no haya muerto, que esté sentado en una silla de ruedas como un simple vegetal, con la mirara perdida, de forma que no pueda contarte lo que voy a decirte en estas hojas.
Quiero, amigo Ennis, que ante todo no te culpes de lo que haya ocurrido; en esta vida lo que tiene que pasar, pasa, y nosotros no podemos hacer nada, solamente aguantarnos, como bien tú decías siempre.
Yo siempre supe, aunque nunca te lo dije, que acabaría así, muerto antes de tiempo, lo tenía escrito en el libro de mi vida. He de contarte algo que tú no sabes: cuando era pequeño, solía llegar muchas veces tarde al retrete, y dejaba todo el suelo del cuarto mojado. Mi padre, uno de esos días, se enfureció tanto que se orinó encima de mí, y yo, llorando y gritando, sólo acerté a ver que a él no le faltaba lo que a mí, un trozo de piel. Años después, consideré que aquello no podía ser otra cosa que una marca que determinaría mi vida, la marca que hecha con hierro candente lleva al matadero a las ovejas, los terneros y hasta las gallinas. Estaba, pues, en mi destino, acabar así. Tal vez, si tú hubieras aceptado la proposición que tantas veces te formulé de una vida por siempre juntos, lo único que hubiera conseguido es arrastrarte conmigo hacia este inevitable final.
He de decirte también, amigo mío, que te mentí varias veces, pero no lo hice para protegerme, si no para que nada enturbiara nuestra relación. Lo hice varias veces cuando tú afirmabas que ni eras marica ni te acostabas nunca con otro hombre que no fuera yo. Pero yo no era como tú; necesitaba, no sé bien por qué, los abrazos y el roce de la piel de otros hombres para que me recordaran a ti y a nuestros encuentros furtivos. Y es que enseguida de conocernos, Ennis, yo ya supe que te necesitaría toda mi vida.
Por eso te robé tu camisa, viejo amigo, porque esa sangre que tu cuerpo soltó en medio de nuestro violento bautismo en el amor mutuo, consideré que sería lo único que conservaría de ti con el paso de años, esas camisas y la eterna pregunta de “¿hasta cuándo, Ennis?”
Y también te mentí cuando en nuestro último encuentro, dije que estaba liado con la mujer de un ranchero; no era con ella, si no con él, y cuando comprendí que ya te había esperado lo suficiente, le convencí para que viniera aquí para llevar juntos el rancho que los antepasados de mi padre habían puesto en pie hace muchos años. Esto no lo escondí a nadie. Tiempo atrás, además, había decidido que ya era hora de no ocultarme de mis frecuentes viajes a México para recibir algo que, respecto a nosotros dos, sólo podía conseguir algún par de veces al año.
Así pues, comenzaron las miradas llenas de rabia, los puños apretados, los ceños fruncidos… Supe que no estaría lejos mi hora, pero me convencí que cuando llegara yo la esperaría de pie, con la cara bien alta y abrazado a algún sueño que me recordara a ti, Ennis.
Ennis, Ennis del Mar… Nunca te pregunté que significaba tu nombre junto con tu apellido, pero cuando lo supe, consideré que no habría otro más apropiado, que parecía ser fruto de la mente febril de algún escritor que concibiera justo así a uno de sus personajes.
Nunca te pregunté, “Isla del Mar”, si habías estado en alguna playa, intentando ver a lo lejos un infinito que nunca se dejaría ver más allá del agua. Yo sí que lo vi, lo vi en tus dos ojos azules, lo veía cuando nos mirábamos uno al otro. Yo veía un océano inmenso, sin horizonte, porque el cielo y el mar a lo lejos se unían y formaban una sola existencia. Azul con azul, en tus ojos, Ennis. Cuando tú me mirabas, amigo, ¿qué veías en los míos?
Tú eres como el mar, nunca en calma, haciendo caso omiso de los vientos, sólo obedeciendo a las corrientes marinas de tus entrañas, abrazándome como sólo el mar sabe hacer con el cuerpo de quien a él se ofrece…
Y por las noches, Ennis, frente a la lumbre de la hoguera, tus dos ojos se convertían en dos faros que me guiaban hasta llegar a ti, yo navegante, tú tierra prometida… Pero sólo me era posible acercarme un poco a tus accidentadas costas: eran demasiado fuertes las tormentas y las lluvias que nos acechaban…
Ahora que ya todo ha terminado, ya sabes qué debes hacer: sube con firmeza a tu caballo, coge fuerte las riendas y conquista tu vida, llega más allá del horizonte que nos prometieron al nacer y empieza por olvidar el pasado; todavía es mucho el trayecto que recorrer. ¿Sabes, viejo amigo? Pienso que, al fin y al cabo, la vida no es más que un rodeo, en el que no gana el que más fuerte coja las riendas, si no el que con más tacto las agarra y aguanta el salvaje trote con mayor entereza.
Hace ya muchos meses, mi hijo trajo de la escuela para comentarla una fábula escrita hace muchos años. Trataba sobre la soberbia de un viejo y majestuoso árbol que creía ser más fuerte y resistente que un ligero y flexible junco que crecía en la orilla del río. El árbol se jactaba de que ningún viento era capaz de tumbarlo, y se reía del junco. Pero pronto llegó la más grande de las tormentas con un viento huracanado y, mientras que el junco resistió doblándose hasta besar el suelo, el recio tronco del árbol, sin flexibilidad, acabó por ser arrancado de sus raíces… Con esta pequeña historia sólo quiero decirte, amigo Ennis, que no por ser más fuerte se sobrevive; lo que importa es saber adaptarse, como el junco, a cada situación que se nos plantea. Y tú de eso sabes mucho: te casaste con Alma y tuviste dos preciosas hijas y, aunque al final todo acabó, ahí sigues tú resistiendo los embistes que la vida te tiene preparados.
Ahora ya es hora de que regreses. Todo queda ya dicho. Sólo el amor que nos unió y nos une ahora está en tus manos. Todo lo demás quedó años atrás en una isla a la que dicen que se llama Brokeback.
Adiós, isla mía.
Jack Twist (el océano que siempre te abraza)
1 Comments:
hermoso, completamente hermoso.
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