03 agosto 2006

La espera





“Jack se alegrará.”

“Seguro.”

“Esté donde esté.”

Ennis nunca está convencido de nada, pero esta vez es diferente.

Y donde en otros tipos aparecería una amplia sonrisa, los labios de Ennis se limitan a dibujar un asomo de satisfacción mientras sorben unas caladas del cigarrillo.

“Jack, ahora ya jamás estaremos solos”, piensa al fin.

Ya todo se ha cumplido…

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Se decidió a hacerlo esa mañana, después de otra larga noche de sueños. Con Jack, por supuesto. Ennis recuerda haber vuelto a Brokeback, solo, y el simple hecho de haber sido así le provocó pronunciar algo ininteligible rompiendo el silencio de la caravana mientras dormía. Estaba mirando hacia el horizonte; su vista abarcaba hasta donde las montañas dejan paso a las llanuras mezclando los azules celestes y los ocres terrosos difuminados hacia el blanco como si de acuosas acuarelas se tratase. De hecho Ennis pensaba que se había metido en el cuadro (de esos baratos, la única herencia que dejó su abuelo a su madre) que siempre vio, desde que su mente recordaba, colgado en la salita de casa, justo al lado de la puerta de entrada, encima mismo del viejo aparato de radio y en el que se apreciaba un paisaje lejano sobre el que el tiempo y los rayos del sol habían deslucido los antes alegres colores que lo embellecían. Algo (alguien) le ha hecho girar la cabeza hacia su derecha, y de entre los pronunciados peñascos ha visto aparecer un águila que planeaba hacia el centro del cuadro del que Ennis era el único observador. “Una pluma”, ha deseado, y rápidamente (no ha hecho falta quitar el seguro) apuntaba hacia el animal, que tras la fuerte detonación adoptaba una extraña y parada figura en el cielo, para enseguida caer dando vueltas hasta que un seco golpe sobre las rocas, como una bala de paja, lo detenía con una sacudida de todos sus miembros. “Dios Santo, Jack” se ha dicho a sí mismo, mientras contemplaba al lado como su compañero daba los últimos estertores antes de morir, “yo sólo quería una pluma para el sombrero”. Pero los golpes del corazón de Ennis le hicieron despertarse, como siempre, con la piel del rostro mojada por el sudor. Como otra noche cualquiera.

“Trece años” calculó mientras miraba el techo que reflejaba la poca luz del amanecer que entraba por las ventanas, “trece años y todo igual”, repitió. Aquello tenía que cambiar, pensó, “ni una noche más”…

Vistiéndose rápidamente, cogió algunos restos de la cena de anoche, poca cosa, Ennis nunca tiene mucha hambre. Los comió mientras andaba de un rincón a otro del pequeño espacio, dando vueltas, y se puso un poco de café frío. No había nada nuevo que mirar por la ventana de la caravana, así que se sentó dejando los ojos perdidos en la cafetera situada frente a él, mientras pensaba. Los dedos de su mano izquierda jugueteaban con el asa, recorriéndola por todas sus aristas, acariciándola. “Joder”, pensó de repente, “si esta cafetera desvencijada es real, por qué esto no va a serlo también…” y levantándose bruscamente, cogió la parka morada y al salir afuera, el sol, recién nacido por entre las montañas aplanadas del este, le cegaba lo suficiente como para tener que colocarse justo por encima de las pestañas el ala de su sombrero.

Nunca tiene mucha hambre, y por eso su escuálida figura, su andar como un poco descolocado (las caídas del caballo, pero sobre todo el paso del tiempo en tierras tan duras) y la temprana hora del día, producían unas alargadas sombras sobre el asfalto que lo hacían a los ojos de los demás como lo que realmente es, un fantasma solitario, errático, mientras se dirigía hacia el Michael’s Bar, pisando a ratos el gris pavimento y a ratos el polvoriento suelo, justo igual que en los viejos tiempos como autostopista, en los que lo único que tenía era él mismo y su futuro, ellos dos solos llegando al barracón del Aguirre; pero allí, piensa Ennis mientras camina, decidió quedarse su futuro, vagabundeando por los valles al norte de Signal, en Brokeback. Así lo perdió para siempre, y cuando murió Jack comprendió que su futuro definitivamente también estaba muerto, pero que era como un caballo desbocado que mientras viviese Ennis le acompañaría siempre sacudiendo el presente y abriendo las heridas del pasado, para que nunca cicatrizasen…

El Michael’s Bar, a las afueras de Powder River, nunca cierra, y era antaño un lugar de encuentro muy frecuentado por sus fiestas hasta altas horas de madrugada, buenos whiskys y concursos de baile que congregaban a jóvenes de muchos condados en busca de pareja. Ahora poco queda de aquellas antiguas glorias, “ya nada es lo que era”, piensa Ennis mientras pasa por el umbral de la ancha puerta, “nunca ya nada es lo que era” se repite a sí mismo; en la amplia y oscura estancia todavía parecen oírse los ecos de alguna fiesta de la noche anterior, una boda seguramente, por algunos rincones se ve a alguien todavía durmiendo bajo los efectos del alcohol con la corbata desanudada colgando del cuello, y en el ambiente olor a whisky, humo, café recién hecho y más humo y música de un viejo tocadiscos. Hasta llegar al teléfono Ennis debe sortear botellas y vidrios y charcos, mientras va sacando del bolsillo trasero derecho un trozo de papel doblado que semanas antes le había entregado Alma Junior, la buena de Alma; qué haría Ennis sin ella, ahora con un hijo y separada. A Ennis siempre le pareció buen chico el jugador de rugby, ya ni se acordaba de cómo diablos se llamaba… pero él nunca se lo dijo, aunque fuera su padre él no era nadie para decirle con quien debía casarse, ya se había equivocado y hecho bastante daño él mismo cuando dijo “no” tantas veces a Jack. Ennis se mordía la lengua cada vez que pensaba cómo habría cambiado su vida si hubiera pronunciado un brevísimo “sí”, aunque fuera a media voz, casi apagado, para que nadie le oyese, sólo Jack; tantas oportunidades para hacerlo perdidas, él lo sabía; pero de eso hacía ya mucho tiempo, y lo único que podía hacer era aguantarse, bien lo sabía él.

La buena de Alma, seguía pensando, siempre preocupándose por su padre, aunque vivía a varias horas de coche en un pisito en Casper, casi todas las semanas menos en invierno, procuraba llevar a su hijo para que lo viera su abuelo, ese niño que Ennis siempre quiso tener para subirle en el caballo, contarle viejas historias de animales y hombres casi siempre inventadas y enseñarle los diferentes tipos de ovejas mientras correteara por en medio de ellas… Jenny era diferente, más apegada a su madre, y hacía años que no la veía; sabía por lo que le contaba su otra hija que se había casado y que marchó a Nebraska con un rico heredero, y que al parecer vivía feliz. Su buena hija también le contaba cómo le iba a su madre, la pobre Alma Beers a la que tanto daño había hecho, tantas mentiras e infidelidades aguantadas, tantas lágrimas derramadas, tanta tristeza acumulada en sus ojos, tantos sueños de niña rotos, y ahora casi paralítica por el reuma, siempre en cama…, muerta en vida…

Su hija Alma le había conseguido el teléfono después de llamar a otros muchos números, nada más enterarse casi por casualidad de lo que andaban buscando, y se lo dijo a su padre el primer domingo de octubre de ese mismo año, mientras éste ponía agua en los bebederos del pequeño rebaño de ovejas que había logrado reunir, junto con un caballo y tres yeguas y dos parejas de vacas. Con ellos y pequeños trabajos ayudando a otros vaqueros, Ennis vivía sencillamente, sin ningún mínimo lujo; siempre le respondía lo mismo a su hija Alma cuando ésta, en alguna de sus visitas, le recriminaba que no tuviera ni una pequeña radio: “si nada tienes, nada necesitas”, y ella sonreía, ambos sonreían, mientras Ennis le acariciaba la mejilla y el ya no tan pequeño Dave inútilmente trataba de montar sobre una asustadiza oveja. Alma del Mar, cuando su padre le preguntó su opinión sobre lo que iba a hacer, se limitó a contestar: “Yo sólo quiero que no sufras más, papá”. Ninguno de los dos interfería en la vida del otro, así eran felices entre ellos. Siempre.

Ennis ya nada tenía, en su vida sólo había habido una familia y Jack; la primera ya no existía y de Jack sólo le quedaban recuerdos que a veces se arremolinaban en su cabeza como un torbellino o trotaban alocadamente como un caballo salvaje al ser montado en un rodeo. De ambos fracasos, Ennis se consideraba ser el único culpable.

El taciturno vaquero despliega con dos dedos el papel, mientras con la otra mano saca monedas de su bolsillo, descuelga el teléfono e introduce dinero por la ranura del aparato, y con la suavidad y seguridad que precisa un buen disparador por aquellas tierras, marca los mismos números que hay en el papel de esmerada escritura; después de unos tonos de llamada, alguien pregunta al otro lado del cable, mientras en el viejo tocadiscos una voz femenina no para de repetir “it’s so easy to fall in love, it’s so easy to fall in love…”.

Los días que siguen no se distinguen de los anteriores mas que por una cosa: la espera. Los cielos apenas cambian de tonalidades, si acaso un poco más amarillentos, reflejo seguramente de los diferentes tonos de ocres del suelo que pisan los hombres; tierra, restos de la siega en los campos, hojas secas y polvo llevados por los pequeños remolinos, la oxidación de las mentes de los rudos habitantes de las llanuras… Todo es igual, salvo una cosa para Ennis: la ansiada paz que confía está por llegar. Los sueños, y los malos sueños, también son ahora, la mayoría de las veces, menos angulosos, menos rebuscados… tal vez fruto de su nuevo estado de ánimo.

Ennis cuando trabaja no suele recordar: después de muchos años ha aprendido a separar, como lo haría el filo de una navaja, el pasado del presente, la realidad del deseo… Así, para él, dos cosas hay ciertas e inmutables: Jack está muerto y él es culpable de la situación, y Ennis no puede hacer nada para cambiarlo. Ennis comprende y sólo puede limitarse a vivir lo que le queda aún de fatigosa vida.

Jack está muerto y no hay manera de que descanse, y con ello también arrastra a Ennis. El pobre desgraciado ni siquiera puede visitar los lugares donde está enterrado Jack; dos lápidas (una donde nació y otra donde convirtió su vida en pura mentira) crecen de la tierra como dos pinos enanos y señalan el lugar en el que la jauría humana, sin atender la petición del fallecido, enterró lo último y poco que quedó de él. Tampoco nadie le dio a conocer la noticia de su muerte cuando sucedió, ni le dio el pésame, nadie le acompañó en el sentimiento (nadie sintió lo que él sintió), porque nadie supo ni quiso saber lo que el uno sentía por el otro.

Ni siquiera dispuso durante mucho tiempo de una fotografía que le recordase los rasgos de Jack. La consiguió cuando por fin volvió a visitar a la señora Twist. Había viajado en varias ocasiones hasta Lightning Flat, varios años después de lo sucedido, pero en vano. Ennis se limitaba a preguntar en el pueblo si el padre había fallecido. No quería, pero sobre todo no podía, hablar con él, pues había notado en aquella primera visita que le culpaba del final de su hijo, bien porque no aprobaba la relación, bien porque le había dicho que no tantas veces a Jack. Más bien pensaba que sería la primera razón. No podía olvidar su rostro de padre que ha perdido lo único que tenía, lo único que debiera haber servido para prolongar en la vida la semilla de la familia…, semilla que entonces supo había caído en terreno baldío… Hasta que en una ocasión el camarero de un bar le contestó que el único varón de los Twist que quedaba había muerto meses atrás.

Ennis apreció que, pese a haberse quedado sola en el mundo, la señora Twist seguía manteniendo esos rasgos dulces y de entereza que había visto en la primera visita; después de prepararle un café y disculparse por no tener tarta casera, se limitó a sentarse en la mesa frente a Ennis, con los dedos de ambas manos entrelazados y jugueteando nerviosamente entre ellos, en la misma silla en que su marido había muerto con la mirada perdida en la nada, y le dijo serenamente: “Háblame de ti y de mi hijo”. Y él todo lo contó, como lo cuenta uno todo a una madre, igual que Jack había hecho cuando dijo inútilmente que traería a un ranchero vecino para ayudarles a levantar la granja.

Así estuvieron hablando largo tiempo y el vaquero comprendió por qué su compañero lo había abandonado por otro. A la pregunta formulada por Jack hacía ya casi treinta años de hasta cuándo continuarían esos encuentros furtivos, esos días de pesca estéril, Ennis contestó que “hasta que aguantaran”. Y entonces se dio cuenta de lo mucho que aguantó Jack y que a los veinte años dijo “ya no más”, pues consideró que continuar así con Ennis lo único que iba a lograr era pudrir su vida. Decidió que el lado de la cama que iba a estar vacío lo llenara otro, aunque seguramente su corazón no lo ocuparía nadie más que Ennis. Así lo creyó éste, y su corazón quedó algo más tranquilo.

Antes de despedirse, ella fue a su habitación y volvió para entregarle a Ennis la única foto que poseía de Jack adulto, hecha justo después de Brokeback, en el momento en que se presentó para alistarse en el ejército y fue rechazado por su frágil y torturado cuerpo, roto de tanto inútil rodeo. Ennis sintió un escalofrío al mirar la foto, y desviando la mirada hacia la anciana mujer le prometió volver, y lo ha hecho en varias ocasiones, y ella lo ha recibido siempre como a un hijo más, dándole un beso en la mejilla al llegar y otro al despedirse, a pesar de la edad de Ennis. Allí continúa y allí estará hasta el final de sus días, pues ella no tiene otro sitio y dice que pertenece a aquel lugar donde todo lo que ha tenido lo ha perdido…

Ennis sigue esperando, y el día señalado se ha levantado pronto, ha echado un vistazo y comida y agua a los animales y se ha protegido del frío viento metiéndose de nuevo en la caravana. Se ha aseado y puesto ropa limpia, de la que Alma le compra de vez en cuando y, al abrir la puerta del armario ropero, y seguramente por ser el día que es, ha recordado cuando puso por vez primera las dos camisas con sangre que guardó Jack, fruto de un pacto de sangre firmado pero nunca cumplido, junto a una postal comprada con treinta centavos (aún lo recuerda) de la tienda de regalos de Higgins. Ennis puso allí todas esas cosas y cada mañana, y como si ante un altar se encontrara, abría la puerta del armario, y mirando esos objetos muertos, no sabía por qué pero no podía evitarlo, pronunciaba sólo para sí mismo y con los ojos enrojecidos: “Jack, te juro…” Todas las mañanas… Todas. Eran tiempos en que por la noches a veces soñaba que lo abrazaba por la espalda, frente a la hoguera, y que pasaba el tiempo y que pasaban las nubes, y que las brasas nunca se convertían en cenizas, y que la brisa al final detenía el reloj porque el tiempo en Brokeback, allá arriba, resultaba no existir… Y seguía soñando que se subía al caballo con una sonrisa y un “nos vemos mañana”, y cuando giraba la cabeza para mirar al frente sentía un golpe en toda la cara, (era una llanta de camión, veía en el sueño, o un gato de cambiar las ruedas, aunque en el fondo sabía que daba igual) y se daba cuenta que era un coyote el que a mordiscos le desfiguraba la cara, el coyote que allá arriba, hacía más de veinte años, creía haber abatido con un tiro. “El coyote se come a las ovejas”, pensaba Ennis, pero ya era demasiado tarde, porque el coyote había matado a Jack y a él mismo, y lo poco que quedaba de ellos manchaba de rojo la fresca hierba de los prados de allí, de Brokeback. Entonces Ennis se despertaba (y se sigue despertando todavía ahora, a menudo), y sobre las mojadas sábanas de su incómoda cama comprendía que también era tarde para decirle a Jack que sí, (solamente un sí, ¡Dios mío! y el mundo habría girado al revés). Pero sobre eso ahora no podía hacer nada, y cuando algo no tiene remedio, hay que fastidiarse. Esto siempre lo ha dicho Ennis, y mientras se restregaba las lágrimas con la manga, oía el viento que afuera mecía el remolque y el universo, el mismo viento que se llevaba una y otra vez lo que no poseía ya Ennis…

Con el paso del tiempo se dio cuenta que ese dolor interminable e inabarcable se había convertido en un castigo (su doloroso castigo) demasiado severo para su vida. Sabía que lo ocurrido era culpa suya, pero, ¿cómo imaginar que todo aquello acabaría así, con Jack ahogándose en su propia sangre en un camino, cuando estaba en plena madurez de la vida? Ennis siempre recordaba una y otra vez cuando, de pequeño, su padre le había llevado a ver los restos del cadáver del viejo Earl, allá tirado en ninguna parte, y sentía el temor (y así se lo había hecho saber a Jack) de que alguna vez ellos acabaran igual. Sin embargo, no era sólo ese miedo el que le había obligado a negarse a una vida en común junto al vaquero: el simple pensamiento de vivir con otro hombre era algo inconcebible para su sencilla mente, algo debía de estar mal cuando la propia sociedad en la que vivía consideraba como algo sucio y enfermizo el amar a otro hombre. Ennis no comprendía por qué pensaba esto una y otra vez, pero no lo podía evitar. ¿Acaso habían hecho algún mal a alguien mientras se amaban? Sí, se decía enseguida Ennis: a sus respectivas familias, familias de mentira, fraudulentas… Pero, ¿esas familias no eran producto de ese convencimiento de que nunca podrían amarse libremente? A Ennis este círculo vicioso del cual nunca era capaz de encontrar la respuesta y escapar lo abatía por completo, como cuando un caballo arremete con una coz al que trata de curarle la pata.

Por eso Ennis decidió, un hermoso y soleado día de un ya lejano mes de junio, devolver las camisas a Brokeback, allá donde todo nació y donde todo tendría que acabar. Ya que las cenizas de Jack nunca pudieron ser esparcidas en el suave y maternal viento de allí, al menos los restos de aquel amor debieran reposar en el seno que lo vio nacer. Ennis eligió el pie de un hermoso pino junto al cual establecieron el campamento base en el que tomó forma el sueño que todo aquel tiempo marcaría sus vidas. A pesar de los años transcurridos, era un lugar fácil de reconocer por todo el tiempo que pasaron allí, situado no muy lejos del puente al que todos los viernes de aquel verano acudía para recoger las provisiones. Plegó cuidadosamente ambas camisas, por supuesto la de él abrazando la de Jack, y las metió en varias cajas de cartón y madera, metiéndolo todo en otra metálica y envolviéndola finalmente en plástico grueso y resistente. Arrodillado sobre la hierba lo cubrió de húmeda tierra y encima puso una gran piedra. Así es como el dolor de la pérdida se hizo más humano y soportable.

Posteriormente tomó la costumbre de volver al menos una vez al año a las montañas de Brokeback; desenterraba las camisas con un interno y cariñoso “hola, Jack, cómo te ha ido el invierno”, o un sencillo “cuánto tiempo sin verte, Jack”, y sin ninguna lágrima que nublara sus ojos, emprendía el camino sobre su caballo para pasar unos días por aquellos parajes. Por el día se dedicaba principalmente a contemplar los paisajes y dormir abrazando las camisas, y por las noches, como en los viejos tiempos, bebía mucho whisky junto a la hoguera mientras miraba las estrellas, imaginando que cada una de ellas era una hoguera encendida por Jack Twist para decirle: “aquí estoy, Ennis del Mar, esperándote…”. Y en esos momentos Ennis era medianamente feliz; a veces, incluso, a punto de quedarse dormido, y si hacía algo de viento, parecía a lo lejos escuchar una desafinada armónica…

Ennis mira su reloj y calcula el tiempo que falta, se levanta del sillón, ordena un poco la cocina y mira por la ventana, la luz de una mañana soleada y bien avanzada lo cubre todo, en el centro del marco sólo se ve a lo lejos la casa del editor. “El editor”, piensa Ennis mientras se vuelve a sentar, “vaya tipo raro”. Es el propietario del terreno en el que vive Ennis desde que decidió establecerse allí, aceptó el trato sólo a cambio de que cuidase sus caballos, es un tipo desahogado económicamente que vive solo, y que cada cierto tiempo marcha a Seattle, allí dice tener sus negocios; Ennis no sabe muy bien de qué, se conforma sólo con saber que es editor, y tampoco le interesa demasiado. A menudo, cuando el vaquero arregla y cepilla los caballos, viene y hablan, poco, pero así se hacen compañía; a Ennis no le desagrada y el otro también parece disfrutar. “Un solitario como yo”, piensa, puntualizando más. Algunas noches bajan los dos a algún bar del pueblo, y toman unas cervezas, y en ellas ahogan un poco la soledad de sus vidas.

Cuando falta ya poco para el momento, Ennis no puede disimular algo de nerviosismo, y eso a pesar de que siempre ha sido un hombre de naturaleza tranquila, sin prisas… pero ese momento es importante e, instintivamente, pide para sus adentros: “Jack, dame fuerzas para hacerlo…” Ennis se levanta y dándose la vuelta abre el armario bajo el fregadero y de un rincón, escondida, saca la escopeta; coge un trapo y vuelve a su sitio, limpiándola cuidadosamente…

Ennis se ha quedado dormido con la cabeza y los brazos cruzados sobre la mesa, y unos golpes en la puerta le han despertado, ha mirado el reloj y ha visto que se ha hecho tarde; se levanta, vuelve a guardar la escopeta y al pasar junto a la ventana ha visto un coche blanco aparcado frente a la caravana. Todavía medio atontado por la breve siesta ha ido hacia la puerta y el corazón se le ha puesto a latir tan rápido como el de un pequeño pájaro atrapado en un puño. Cuando ha abierto la puerta ha notado un nudo en la garganta y se ha llevado la mano izquierda para comprobar que el cuello desabrochado de su camisa de pana no era lo que casi le impedía respirar. “Buenos días, ¿es Vd. Ennis del Mar, verdad? Siento llegar tarde, pero me he perdido y me ha costado un poco llegar hasta aquí. Soy Annie Proulx. Espero que me dé tiempo suficiente a escucharle…” ha dicho de un tirón la menuda mujer, y al estirar el brazo para darle la mano, Ennis del Mar ha comprendido que el fuerte abrazo de Jack Twist por la espalda es lo que no le deja respirar, de tan fuerte.

4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Qué pasa neng!!!!!

Aixxx ojalá viniera este finde Annie Proulx, sería genial!!!!! Pero como no podrá ser...estarás tu, Jorge, que ya es más que suficiente.

:-)

09 agosto, 2006 00:00  
Blogger Mar del Norte said...

Enhorabuena por tu casa,,, fantástico el relato.. Gracias..

17 agosto, 2006 14:05  
Blogger José L. Serrano said...

INCREIBLE¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

QUE PASADA ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

Tu música y tus textos juntos (y tus fotos)

Gracias infinitas por TANTA BELLEZA.

22 agosto, 2006 08:35  
Blogger pon said...

El preestreno estupendo.
¿Y el estreno?.
Mira que esto es tan bonito que nos impacientamos, promete más hermosura todavía.....

26 agosto, 2006 03:16  

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